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Médico y canturreador, genio: entrañable Adrián

LA PAZ, 20 Dic (NÓMADA NEWS).- Por Coco Cuba.- Anselmo se nos acercó y con una mirada de interrogante pidió unos mendrugos con la mano color cobre estirada. Enfundado en paletó de fina lanilla a cuadros, de matices plomo y beige y pantalón de este último color, coronado por unos mocasines cafés, hechura argentina, camisa blanca anudada por una corbata de sedón al tono, Adrián soltó, así, con tal connotación de brusquedad, el maletín de visita médica con que se ganaba la vida para sostener las últimas materias de estudio en la facultad de medicina, entre pocas otras cardiología, y se dejó llevar por ese rostro de la otra Bolivia, desconocida ese tiempo para una generación que se miraba el ombligo y creía que La Paz citadina podía resumir el estado de cosas en el país, a merced, esos días de diciembre de 1982, de El Niño, maridaje de aguas intramarinas gélidas y bocanadas de aire caliente atmosférico que desatan lluvias y sequías en el Pacífico sur desde finales del siglo XIX.

El Niño se había abatido sobre el norte de Potosí, donde normalmente no llueve más que 50 mm año, lo que hace imposible la vida, más aún en la pobreza campante en este país mucho, muchísimo más depauperado que hoy mismo. De esa zona inhóspita venía Anselmo, de poncho encasquetado, descalzo, andrajoso, macilento y despeinado. Formaba parte del ejército de nortepotosinos que se mandó a La Paz, a extender la mano, a pasar el sombrero, corrido por una sequía atroz que le arrebató el alimento de las manos. Representaban la Bolivia olvidada. De ojos negros y mirada profunda, brillosa, y de sonrisa franca era Anselmo.

Después de calcarlo en la médula, dijo el Adrián, en una de las reuniones de todas las tardes en el cafesito de la galería Lux, o en el salón de té “más familiar de La Paz, El Rosedal, donde cargábamos el buche para caminar, intentar persuadir a los médicos de las bondades de los fármacos que producía la Inti y que también importaba de Alemania y Suiza, que había compuesto una canción para el niño aquel y que terminó estrenándola en el Teatro Municipal.

 Esa que siempre me ha quebrado que la musito con la misma unción que el himno patrio. Cuando la escuché, de las honduras de su talento, visualicé al pequeño boliviano que hoy debe frisar los 50 años y que talvez haya partido ya adonde el Adrián se encaminó la mañana de martes navideño: “aún retengo tu mirada, Anselmo, de interrogante en sufrimiento, Anselmo. Y es que no bastan unas monedas para comprarte el mañana, Anselmo, Anselmo, y sin embargo tu sonrisa…”, resuena, martilla el estribillo.

Era tiempo de la restauración democrática, octubre de 1982 y, por esas horas, en que se esperaba los famosos 100 días para detener la inflación que ya galopaba desde 1979 y enderezar la economía maltrecha que había pedido el presidente progresista Hernán Siles Suazo, comenzaron a avistarse los indiesitos nortepotosinos que, de la mano de sus padres, pedían limosna por el centro de La Paz. Las redes sociales se han llenado de la noticia de la partida de Adrián Barrenechea y los que lo conocieron y no, le tributan este fin de 2023 un homenaje merecido.

El tipo era genial. Habíase graduado bachiller del Colegio Alemán, donde su padre dirigente distinguido del Movimiento Nacionalista Revolucionario de la revolución popular de 1952 hubo pagado los estudios de este melenudito de anteojos, quijada partida y risa contagiosa y burlona en La Paz, que canturreaba bonito y cuyo talento pentagrámico despuntó en la ciudad de Sucre. Hablaba alemán de corrido, tan bien como el castellano que le permitía inspirarse, componer y cantar. No sé por qué ni por obra o influjo de quién, Adrián apareció de líder del sindicato de trabajadores de la Inti y en medio de las turbulencias que sufría la capacidad adquisitiva de los bolivianos de entonces fue a negociar con los Schilling, dueños de la mayor casa farmacéutica de entonces y ahora.

En medio de los debates en la oficina de Ernesto Schilling, para darle justicia a la escala de aumentos salariales, los hijos del Papá Schilling y los gerentes alemanes de entonces, Onnes, Ostertag y Strauss, más otros olvidados por mi memoria infiel, empezaron a referirse en lengua teutónicas con desdén al negociador sin darse cuenta que éste había escuchado y comprendido las alusiones que contestó, en el mismo entramado lingüístico, con socarronería. Lucía finísimo humor para descalificar a uno de los médicos instructores de la Inti que describía al corazón como una bomba de tejido estriado, “impelente y repelente”, eléctrica y versátil capitaneada por el haz de hiz y el sínodo. Aún recuerdo al Víctor Campero Marañón, supervisor a la sazón y que había combatido al zurdo ése del Barrenechea con denuncias que en vez de trabajar con ahínco de siervo de gleba distraía las horas laborales en las aulas de la facultad de medicina.

Un día, Campero Marañón(+), enfundado en traje gris y botas tejanas y camisa John Henry ceñida al tórax, se puso, tras expedir sus órdenes  certeras y diagramar las actividades de sus vendedores de intangibles, a un violín, dudo un Stradivarius, que ejecutaba desprolijamente, seducido por un método autodidacta que hubo comprado a un vendedor de cancioneros en la calle, y encontró la más sutil de las retribuciones a las “amistades” tributadas al Barrenechea. Al salir de la oficina y mientras Campero Marañón se echaba la de todas las tardes apacibles, Adrián accionó los dedos gordo e índice para hacer ascender mágicamente una moneda de níquel de 2 centavos que se desenfiló virtuosamente por una ventanita traga aire y que a manera de mendrugo fue a caer a los pies del violinista de la Inti. Dicen que no se escuchó más vibrar aquel Stradivarius y que se reinstaló la paz en las habitaciones del impecable edificio de la Socabaya.

Las redes sociales atiborradas por su pelona, sus gafas de concierto y su candado de barba, lamentan la partida de este hombre sesentón, médico cardiólogo, hipocrático sin igual, que contagiado por la Covid cuando llevaba ayuda anticovid a un enfermo, en su consabida moto que montaba fiel al estilo de los muchachos de su época, fue arremetido por un coche que quiso matarlo antes de tiempo y que nadie  en este país donde la diosa Temis con vendas más anquilosadas de lo normal ha podido esclarecer.

Barrenechea, que se avecindó definitivamente en Santa Cruz en los ’90 o talvez los 2000, deja un legado enorme al país que amó entrañablemente con estampa de genio y que en devolución hoy llora su desaparición. Al Chésare lo que es del Adrián, señor.

Escribe, Coco Cuba

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