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Laberintos del crimen organizado: la frontera argentino-boliviana

(TOMADO DE LA NACIÓN).- El crimen organizado siempre será una realidad esquiva y poliédrica para un país sin inteligencia, sin organización y coordinación entre las fuerzas de seguridad y sin una política de defensa activa que comience en las fronteras.

De los 6.834 kilómetros que demarcan las fronteras de Bolivia con sus diversos vecinos, 773 kilómetros (11,3%) corresponden a la linde con la Argentina. Desde su comienzo al oeste en la cordillera de los Andes, en el cerro Zapaleri, pasando el cerro Malpaso, el río San Juan del Oro, la confluencia de los ríos Bermejo y Grande de Tarija, la población de Yacuiba y el Pilcomayo, hasta llegar al punto limítrofe tripartito entre la Argentina, Paraguay y Bolivia. Esta prolongada línea entre ambos países acoge tres pasos fronterizos formales: a) Bermejo (Bolivia)-Aguas Blancas (Argentina); b) Yacuiba (Bolivia)-Salvador Mazza (Argentina); y c) Villazón (Bolivia)-La Quiaca (Argentina).

Las dinámicas de estos pasos chocan con los intereses de los gobiernos nacionales, regionales y locales. La dicotomía conceptual entre “límite” y “frontera” se fundamenta en la connotación jurídica ligada al límite con tratados internacionales y delimitación político-administrativa.

Así, la frontera boliviano-argentina conlleva la coexistencia de poblaciones con elevados índices de informalidad en la economía, además de una interacción social y económica constante y ambigua. Las actividades cotidianas “normales” en dos ciudades no son percibidas como el legalismo internacional en el que se delinea un límite fronterizo: para estas poblaciones, la vida transcurre en una misma ciudad aunque esté dividida por un río; es una “ciudad gemela”.

Cárteles criminales fronterizos

El narcotráfico destaca como uno de los principales delitos bajo el control de las bandas criminales en esta frontera. Organizaciones criminales internacionales, principalmente colombianas o mexicanas, han divisado en la cercanía de la Argentina con países productores de drogas una oportunidad para expandir sus operaciones, ahora potenciadas por la apertura de nuevos mercados internacionales y asociaciones aún más peligrosas. Estas organizaciones se apoyan en conexiones políticas y corrupción para facilitar el tráfico de drogas y otras actividades ilícitas.

El narcotráfico en la frontera ha cobrado especial relevancia desde 2004, cuando la Argentina se volvió el tercer mercado más significativo para productos ilegales derivados de la hoja de coca (pasta base, base de cocaína, cocaína), detrás de Estados Unidos y Brasil. La cercanía con países productores como Perú y Bolivia, y el fluido intercambio con Colombia, hacen que este negocio sea más rentable y menos riesgoso que el dirigido a los mercados del Norte, donde los colombianos ostentan un monopolio en la provisión de estas sustancias.

Si bien en el territorio en cuestión existen organizaciones criminales locales, estas se han dedicado y siguen dedicándose a sus propios negocios, centrados principalmente en el contrabando. No obstante, muchas de estas estructuras locales son subcontratadas por las bandas criminales internacionales para llevar a cabo diversas actividades debido a su menor costo y riesgo. Por ejemplo, la cocaína, que es introducida en la Argentina mediante medios de transporte terrestre, incluyendo personas que actúan como “mulas”, es solo un producto más dentro de la masa de mercancías que se contrabandean diariamente en las ciudades fronterizas. Para su traslado de un lado a otro, se subcontrata a actores locales especializados en esta actividad, conocidos como “bagayeros”, debido a que poseen ventajas comparativas y competitivas respecto a otras organizaciones delictivas, entre ellos, mejores conocimientos del pulso de la economía y el territorio local.

El negocio del narcotráfico está mayormente en manos de organizaciones criminales internacionales, principalmente colombianas o mexicanas, con presencia brasileña, peruana y la nueva asociación con carteles del norte africano. Entre las bandas vinculadas al narcotráfico, trata y tráfico de personas, se destacan los carteles de Juárez, Tijuana y Sinaloa, los Zetas, el cartel Chapare (Bolivia), el cartel del Norte del Valle del Cauca, Los Urabeños (Colombia), el Primer Comando Capital, el Comando Vermelho (Brasil), así como Sendero Luminoso, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (Perú), y la más reciente adición del movimiento de narcotraficantes magrebí. Estas organizaciones dirigen negocios para la provisión, tráfico, corte y posterior venta en mercados argentinos o su envío marítimo hacia mercados de África y Europa. Se valen de grandes cargamentos ingresados en la Argentina desde Bolivia o Paraguay mediante la “lluvia blanca” (arrojar desde aeronaves la carga de cocaína con un localizador satelital a un descampado) o las más de 500 pistas clandestinas existentes en nuestro país. Para comprobar su vigencia, basta referirse a la avioneta que se estrelló la semana pasada en Avía Teraí (Chaco) con 324 kilos de cocaína.

Para llevar a cabo sus actividades, los carteles que operan en la frontera han establecido relaciones clientelares con diversos actores, como funcionarios públicos (de aduana, migración, policía, intendencias, juzgados, fiscalías, etc.), sociedad civil (organizaciones sindicales, gremios comerciales, gremios de transporte, asociaciones vecinales, deportivas y otros), y otras organizaciones presentes en el territorio (ONG, organizaciones caritativas, agencias de empleo, etc.). Estas relaciones son fundamentales para evitar altos costos financieros, logísticos y de riesgo asociados a la ilegalidad de sus actividades.

El impacto del crimen

Argentina enfrenta una marcada escasez de políticas de seguridad y dominio territorial, creando un ambiente propicio para la consolidación de corredores de cocaína extremadamente rentables en su potencialidad. Nos estamos convirtiendo en el enclave que conecta la producción de cocaína latinoamericana con la entrada a Europa a través de la región magrebí (Marruecos, Argelia, Túnez y Libia). La droga se dirige hacia Marsella, la ciudad francesa donde el despliegue criminal ha superado en carrera a la seguridad, con 110 puntos de distribución generando entre 50.000 y 60.000 euros diarios y una guerra desatada entre carteles que hasta esa fecha dejó 23 muertos en lo que iba del año.

Las bandas que libran estas guerras aprovechan la fértil oportunidad logística de nuestro territorio al descubierto por el abandono de la custodia en los accesos a la Ruta 34 – y por consiguiente a la Hidrovía del Paraná -, como también la deficiente defensa y vigilancia del espacio aéreo y las vías navegables, y trabajan con una directriz nómada en el noroeste argentino (NOA), moviéndose permanentemente. La plasticidad organizativa es la única constante, todos tienen: “vigiladores”, “nodrizas” o “mulas”, y “sicarios” o “tiratiros”.

La desidia reinante configura la geografía para la confluencia cultural de un macroesquema narco. El continuo filtrado de sustancias procedentes de Perú, Bolivia y Colombia coincide con la influencia magrebí, creando una tierra prometida de oportunidades y negocios más lucrativos. Esto implica más mercados con la incorporación de Francia e Italia, mayor movimiento de droga, más cocaína a mejor costo que se puede cortar para abastecer el mercado local y, en consecuencia, más recursos para seguir corrompiendo un Estado diezmado por patente ineptitud, flagrante corrupción y mísera complicidad.

En los abismos insondables de la droga yace una voracidad insaciable. Su cíclico influjo engendra criminalidad, violencia y anula toda posibilidad de redimirse en el desarrollo humano. Así acontece que los habitantes de entornos vulnerables, plagados por la presencia insidiosa de la droga, comienzan su temprana socialización bajo el espectro inexorable de la ley del más fuerte, a la sombra de un Estado que sumisamente entrega el orden y el monopolio legítimo de la fuerza.

Hacer de la seguridad interior una prioridad de gestión es un deber ineludible en cualquier proyección de futuro para nuestro país.

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